domingo, 25 de junio de 2017

24 de junio de 2014...
UNA NOCHE EN EL ZÓCALO

Vengo a decirte, que hay lunas
que nos hieren. Que existen noches,
sin wisquies ni placeres. Quiero
que sepas, que está cerca tu condena.
Hoy una madre, murió de pena

Por: Juan JARAMILLO FRIKAS
La plaza de armas abarrotada, se daba una jornada del Festival Internacional de Cuernavaca (FICUER). En el templete, la tremenda banda dirigida por el maestro Pedro Alberto Cárdenas Segura, cuyo arreglo iniciaba con el redoble marcial de los milicos. Te imaginabas al Chile de Pinochet.
Ras, Tras, Tras. Ras, Tras, Tras. Ras, Tras, Tras……
Se trataba de una canción del grupo chileno Los Ángeles Negros, cuyo nombre no recuerdo, pero, la identificaba emocionalmente por ser una de las preferidas de quien la interpretaría esa noche. Unos segundos y ahí estaba, micrófono en mano, nerviosa, pero, con su clásica sonrisa contagiosa dibujada en su rostro. Un saludo al público y arrancó.
         “Yo traigo la verdad en mi palabra. Vengo a decirte de un niño sin abrigo. Vengo a contarte que hay inviernos, que nos muerden. De la falta de un amigo”
         La descarga emocional que daba a la interpretación, motivaban quiebres en su voz apenas perceptibles por el auditorio. Parecía un asunto de estilo, pero no, realmente la canción le podía.
         Pocos sabían que en la emoción de su canto, se anidaba un reclamo y declaración de guerra, al enemigo invisible que algunas veces doblegó su cuerpo, pero nunca su alma, forjada en la adversidad del dolor y los males no buscados.
         Guerrera de la vida, transformaba sus quebrantos en optimismo, su espíritu alegre superaba el cotidiano vivir y escenarios como el de esa noche, le permitían liberar sus demonios a través de esa maravillosa voz cultivada en las noches del barrio y la descarga callejera.
         “Vengo a decirte, que hay lunas que nos hieren. Que existen noches, sin wisquies ni placeres. Quiero que sepas, que está cerca tu condena. Hoy una madre, murió de pena.”
         Escucharla era privilegio, su estilo arrebatado que solo quienes dominan el sincopa del compás, le daba otra dimensión a su canto. Su voz se elevaba a un espacio emocional, que liberaba su alma de pesares y congojas. Su robusto, pero frágil cuerpo nunca se rindió, para vivir a plenitud. Una voz como la suya, alcanza su plenitud en base a las alegrías y mayormente, a los desencantos que dejan los amores.
         En el amor, no tan solo encontró la emoción de su canto, sino, la razón y esencia de la vida, que en su vientre de mujer germinó. Dada su complexión, su madre vino a descubrir a los ocho meses que “la niña estaba embarazada”, el doctor de cabecera dijo: “Es muy peligroso su parto, necesitamos que se hospitalice de inmediato”. Llegó el día, era un niño, y de pronto, entre sueños la paciente escucho:
         “Necesitamos amarrarle las trompas –de folapio o algo asi- Güerita”.
¡Ni madres, quiero tener otro cuando menos! ¡Ni madres doctor, así déjeme! ¡Que siga la fiesta! Y siguió la fiesta.
         “Déjame cantar, tengo vergüenza. De ser humano como tú y en tu presencia. Descubrirme a mí mismo en tu figura, que poca cosa somos sin ternura….aa..aa”
         Ayer debería cumplir 51 años. No exagero, era una artista excepcional. Con una versatilidad única, lo mismo te hacia un sketch cómico, que cantaba una explosiva rumba, cumbia o guaguancó. Su fuerte el bolero, trovadora deveras.

         Se llamaba María del Carmen, le decíamos Carmelita. Era mi hermanita.         

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