Así comenzó el reino del caos
+ Los hombres exigían justicia,
pero nadie puso un pie en la cárcel por tan lamentable hecho de que la tierra
se había tragado un Jetta entero
+ Después, la tierra tembló no
sólo en Cuauhnáhuac sino en todo el valle de Anáhuac y el Tec de Monterrey
Por Ricardo Moreno-Valencia *
En aquel tiempo, los hombres
querían dominar la tierra, agrandar los caminos, disfrutar otros placeres. Esos
hombres llamaron a otros hombres a una reunión para decidir cómo hacer más
rápido el recorrido de la vereda de asfalto entre la Ciudad de México y
Acapulco, la tierra prometida, paraíso tropical donde renace cada noche la
vida, el descanso y el reggaetón.
Aquellos hombres, que habían sido
llamados no por ser hábiles ingenieros, sino por haber leído a Machado y saber hacer camino al andar,
trajeron máquinas y cientos de más hombres, guiados por el sabio consejo de que
ensanchando el camino de cuatro a diez carriles, el tiempo se acortaría.
Y como lo dijo el profeta, allí
habría una calzada, un camino, y fue llamado Paso Express Tlahuica; y los hombres quisieron eliminar la
recaudación de los impuestos y dejaron libre y dividido el camino, de tal
manera que aquellos que vinieran de la llamada CDMX no se internaran nunca en
el valle de Cuauhnáhuac y de regreso de Acapulco tampoco; solamente los
lugareños podrían utilizar las orillas de la vereda para ir de un lado a otro
dentro del mismo valle.
Todos los dueños de autos
quisieron usar la remodelada vía. Llamaron al presidente de la Nación y vino.
Anunció las buenas nuevas, sin vanagloriarse, sólo para cumplir el deber
impuesto por el mandato popular del voto. Y allí permanecieron las cosas: los
lugareños por las orillas y los paseantes por los caminos centrales.
Al poco tiempo, nadie recordaba
que las barrancas que cruza ese paso fueron sepultadas bajo toneladas de
concreto; que la lluvia acaecida sobre el valle de Cuauhnáhuac escurre por esas
barrancas y que era mala conducta depositar desechos de todo tipo en esos
cauces naturales.
El dios del trueno envió tanta
lluvia esa temporada, que el agua socavó el camino y se tragó un Jetta entero,
con sus ocupantes: dos trabajadores de una distribuidora de pollos Pavos
Parson, por todos llamados (los trabajadores no los pollos) Juan Mena y Juan Mena hijo, quienes pagaron caro transitar esa madrugada por el
kilómetro 93 de ese camino.
Derribado parcialmente, el camino
fue cerrado y empezó el reino del caos, que aún no termina: nadie sabía cómo
extraerle a la tierra lo que se había comido, los hombres lectores de Machado sabían hacer caminos, no
explorarlos en el subsuelo y los hombres que los llamaron y que les habían
pagado contradecían sus palabras sobre el origen de ese enorme boquete.
El Jetta fue sacado con grúa
muchas horas después, cuando los trabajadores Mena ya habían fallecido en su interior, los gobernantes ofrecieron
dinero para reparar los daños y los hombres que hicieron los caminos sólo
hablaron de dar más dinero por la pérdida de esas inocentes vidas. Los hombres
exigían justicia y nadie puso un pie en la cárcel por tan lamentable hecho.
Los Mena fueron sepultados dos veces más: después de una última
parada en la capilla del Espíritu Santo sus restos fueron a parar al cementerio
y un alud de información sobre otra tragedia los borró por completo: hubo dos
estremecimientos en el campo y entre todo el pueblo y la tierra tembló; fue un
gran temblor.
El primer temblor, del 7 de
septiembre, fue apenas un aviso de lo que vendría: la fatal fecha del 19 de
septiembre repetía el estremecimiento que ya había experimentado 32 años antes.
Solo que esta vez, el origen fue muy cerca de Cuauhnáhuac, un pueblo llamado
Axochiapan, municipio conocido por muchos como la Siberia morelense.
Y la tierra tembló no sólo en
Cuauhnáhuac sino en todo el valle de Anáhuac y el Tec de Monterrey, asentado no
en Nuevo León sino en CDMX, donde las edificaciones mal hechas de ladrillo y no
de piedra y más altas que las viviendas familiares colapsaron y quedaron sus
restos, de entre los cuales fue necesario buscar a los hombres que se habían
quedado atrapados.
El valle de Cuauhnáhuac y Morelos
entero sufrieron más por el caos reinante que por el estremecimiento de la
tierra, que derribó muchas casas, porque a los pueblos al sur de ese valle sólo
puede accederse de manera rápida por el paso tlahuica, cerrado al tránsito de los
vehículos pesados desde la muerte de los Mena.
Entonces la ayuda no llegaba o tardaba mucho tiempo en llegar.
Mientras, los hombres, sin sus gobernantes, hacían eco de las palabras de Pablo: consolaos y
edificaos los unos a los otros. Y se organizaron en brigadas para compartir
ayuda, transporte, alimentos, enseres domésticos y cobijas. Y los artistas y
los ingenieros y los reporteros y los llamado milenials, que eran como
postadolescentes autistas, se hicieron héroes en Jojutla, Cuautla, Tetela del
Volcán y otros lugares. A su manera, ayudaron.
Poco alivio pudieron brindar los
gobernantes, acusados de retener víveres en bodegas oficiales para usarlos con
fines inconfesables. Sin que se lo pidieran los habitantes o quizá por eso
mismo regresó el presidente de la Nación y quiso dar las buenas nuevas, sin
vanagloriarse, sólo para cumplir el deber impuesto por el mandato popular del
voto, pero pocos lo escucharon.
Y las cosas no volvieron a ser
igual entre los hombres. De los gobernantes nadie se fiaba ni se fía ya. Los
hombres que fueron llamados para ensanchar los caminos no han vuelto al lugar
donde la tierra se traga los coches: prometieron y no han cumplido construir un
puente sobre el enorme hoyo y así salvar a los lugareños, que seguirán usando
las orillas de la vereda de asfalto para ir de un lado a otro dentro del mismo
valle.
Los hombres contaron más de cien
muertos entre las obras del Paso Tlahuica y el temblor del 19 de septiembre;
sus restos reposan en algún sitio ya. Sus nombres jamás fueron revelados al
pueblo, que siguió relegado por los hombres del poder y sus deseos de dominar
la tierra, agrandar los caminos y disfrutar otros placeres.
* Colaboración de Ricardo
Moreno-Valencia, para el semanario Kronos, de mi amigo Eusebio Gimeno.
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