jueves, 16 de mayo de 2019


TERTULIA POLÍTICA

Al maestro con cariño

Pedro Martínez Serrano
En 1976, los primeros días de septiembre, creo que el día 2, inicié la educación secundaria en la federal, la Froylán Parroquín García. Me asignaron al grupo G, en el turno vespertino. El salón, era el primero, entrando a la izquierda. Entrábamos entonces por el portón que se localiza frente al auditorio del plantel. Me parece que no era el acceso principal.
        Entre los profesores que recuerdo con un afecto particular, porque creo que marcaron mi existencia y me ayudaron a moldear mi carácter, los hay buenos, malos y más o menos, pero todos, absolutamente todos, algo me enseñaron, algunos cuando más, a no ser pendejo de nadie, a no aprovechar la lástima, ni reptar, para conseguir un beneficio.
        Debe haber sido el primer día de clase, que “nos dio la bienvenida”, a Homero Solano Contreras, Enrique Gallart de la Torre, David Robles Ocampo y a mí, el profesor de música, Fernando Gaspar Landeros, supongo que en paz descansa.
Elegantemente vestido, con un traje azul marino, con un ligerísimo rayado en gris y los zapatos negros, perfectamente boleados, entró al salón, nos leyó la cartilla y luego de presentarse ante el grupo, dio unos pasos para colocarse frente a nosotros:
─ Usted, usted, usted y usted, nos seleccionó y, viejo cabrón, nos engañó:
“Vengan, acompáñenme… Me van a ayudar a acomodar un piano”.
Salimos del salón y luego de recorrer un par de pasillos. Subimos la primera escalinata rumbo al auditorio, pero no, no entramos ahí, dio vuelta a la izquierda para seguir subiendo escaleras y nos guió hasta la dirección.
Ahí, se anunció con la secretaria del director de la escuela, Héctor Tavera Ríos, otro profesor trajeado, con los zapatos relucientes, que creo que alguna vez en su vida dio clases de inglés. Un sujeto delgado, chaparro, mal encarado y dictadorzuelo, que confundía energía y rectitud educativa, con radicalismo, atropello y desdén en agravio del alumnado.
Desde que apareció en la puerta de la oficina, para hacer pasar al profesor Gaspar y a los alumnos que los iban a ayudar “a acomodar el piano”, el director Tavera se mostró como siempre lo vi, arrogante, altanero y con ese deseo de espantar, en lugar de ganar respeto.
─ Pase maestro, a sus órdenes… En qué puedo servirlo, le dijo acomedido, hasta servicial, tirando una mirada a los estudiantes, en los que Tavera sabía que se iba a repetir la queja anual de Fernando Gaspar.
─ Profesor, estos muchachos no me van a dejar dar mi clase, se sentaron hasta atrás, en la última fila y su-pon-go que, como de costumbre, van a ser problemáticos.
Luego de dar su queja, el profesor Gaspar se fue al salón a cumplir con su horario en la clase de música, y el director Tavera Ríos nos leyó un largo listado de reglas, que si el cabello casquete corto, los zapatos boleados, las uñas bien cortadas, usar desodorante y no recuerdo el apartado de las advertencias, con tono de amenaza, porque el primer recurso disciplinario que siempre empleó, fue la expulsión, como la que ordenó en mi contra, en febrero del 79, por un acto que no cometí.
Fue la primera impresión de los maestros de la secundaria, la cual fue abismalmente modificada a medida en que empecé a conocer, a muchos que transpiraban vocación, solidaridad y cariño por su profesión y por aquellos en quienes la ejercían: sus alumnos.
Primero, el siempre afectuoso, educado y responsable de su compromiso con la educación, el profesor Leandro Vique Burgos, me dio civismo. Recuerdo como si hubiera sido ayer, que en su primer día de clase, nos contó la vida de Immanuel Kant, uno de los pensadores más influyentes de la Europa moderna y de la filosofía universal.
En ese primer año, también me dio clase José Guerra González, el legendario Pepe Guerra, un querido arquitecto que daba clase también en la Preparatoria Bernabé L. de Elías y en la Froylán Parroquín, nos impartía lo que siempre fue su pasión, la educación física.
Mi opinión del autoritarismo de Tavera y Gaspar, como instrumento educativo, confirmó su cambio cuando conocí a mí querido maestro Fulgencio Ávila Guevara, un profesor cariñoso, solidario y entregado a la música. Me dejó participar en la estudiantina y como no tocaba ningún instrumento, que ni dinero había para comprarlo, cantaba algunos solos de canciones como “Mi Ciudad”, popularizada entonces por Guadalupe Trigo.
En aquellos años, se nos ofrecía una clase de taller, no sé si se siga haciendo. A mí, me tocó economía doméstica, que de primer momento, no tenía ni idea de que se trataba. Aprendí a convivir y a respetar a un grupo que era solo de mujeres, creo que 2 o 3 horas a la semana, me tocaba clase con la profesora Ana María Ayala, una mujer alta, guapa y educada, que me enseñó a tejer a gancho, algo de cocina, algo de costura y todo aquello que se ofrecía para hacer amas de casa de excelencia.
En algún momento de la educación secundaria, que fui a terminar a la escuela militarizada Cristóbal Colón, gracias a la generosidad del padre Armando Vargas Caraza (qepd), tuve el privilegio de tener profesores como Josefina Castañeda Navarro, que nos recomendaba:
“… si no tienen dos uniformes, pongan al sol sus camisolas o sus blusas, para que el sol mate los malos olores; porque hay quienes apestan y ni cuenta se dan”, nos decía, para inculcarnos el hábito de la limpieza y nos ponía ejemplos con la mirada, de algunos maestros a los que no se les daba el desodorante.
En ese listado de profesores, recuerdo con particular cariño, al también abogado Rogelio Montaño Jiménez, mi asesor, así se le decía entonces al maestro guía y responsable del grupo. A pesar de que era yo cabrón y supongo que chamaco problema, siempre fue tolerante, siempre me ofreció consejos y, en el desborde de su generosidad, me hizo abanderado en alguno de esos días que le tocó a mi grupo encabezar los honres a la bandera.
En aquella ocasión, los honores se hicieron en el auditorio, como durante algunos meses, mientras se construían aulas en la parte posterior de la escuela. Mientras marchábamos, el asta se atoró en alguna de las pesadas cortinas del foro y, la vergüenza me invadió. Su respuesta fue sencilla, pero reconfortante:
─ No hijo, no pasó nada; fue un accidente, me dijo casi en tono paternal, en contraste con las oportunidades en que, con todas sus letras, me aconsejaba que no me dejara pisotear. “Debes ser respetuoso, acomedido y educado, pero no pendejo”
Luego de que me expulsó injustamente, el profesor Héctor Tavera Ríos, sin investigar, sin preguntar y por una decisión que no aceptó explicaciones. Así era él. En febrero del 79, fui a ver al padre Armando Vargas Caraza y me permitió continuar en su ya entonces legendario plantel militarizado.  
Antes, el querido maestro Pedro Velázquez (creo que nada que ver con un abogado del mismo nombre), fumador empedernido, pero con el corazón perfectamente sano, al menos por los hechos con los que hilvanó su historia personal y profesional, me aconsejó:
─ No te dejes, ve con tus papás, si es necesario hasta las oficinas de la SEP en la Ciudad de México… Es injusto lo que te están haciendo. El problema entonces fue que no tenía papá y mi mamá, a penas y le alcanzaba el tiempo para mantener a 9 hijos.   
Hoy recuerdo a mis maestros con cariño, muchos de ellos, aunque no los mencioné, es mucho lo que me enseñaron. Muchas gracias; un abrazo hasta el lugar en que se encuentren.

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