La falacia de la no intervención
“Si eres neutral
en situaciones de injusticia,
has elegido
el lado del opresor”
en situaciones de injusticia,
has elegido
el lado del opresor”
Héctor E. Schamis / El País Internacional
El subtítulo de esta columna es
una frase de Desmond Tutu pronunciada en referencia al Apartheid. Por
añadidura, se aplica a todo orden político y jurídico diseñado con el objetivo
de restringir derechos. Con lo cual tiene validez para cualquier tipo de autocracia.
Ello ofrece la
oportunidad de conversar sobre la actual regresión autoritaria en América
Latina. La proposición aquí es que demasiados actores de la comunidad
internacional han optado por la “neutralidad”; lo cual, por lo anterior, es una
forma de intervención en favor del opresor. Invocan a tal efecto una arcaica
concepción de la soberanía según la cual un gobierno puede actuar a voluntad
dentro de sus fronteras.
Se trata de un
argumento falaz, los Estados no pueden hacer lo que quieran simplemente por
ejercer soberanía territorial. En el mundo real, además, ningún Estado está
eximido de algún tipo de injerencia del exterior. Ello ocurre por la acción—u
omisión, como nos señala el Arzobispo Tutu—de actores estatales, no estatales y
supraestatales. Los Estados tienen compromisos internacionales que deben
honrar.
Este es el
caso del Sistema Interamericano, un conjunto de convenciones y tratados que
obligan a los Estados a observar la democracia y los derechos humanos. Como en
todo régimen internacional, el principio de reciprocidad es fundante entre las
partes. Una porción de la soberanía es así cedida y transferida a dicha
instancia supra-nacional. La paz y la seguridad—bienes públicos
indispensables—se derivan de las normas compartidas y se logran por medio de la
fiscalización mutua.
De ahí que
estos instrumentos incluyan sanciones. La Carta Democrática Interamericana, por
ejemplo, prevé suspender e incluso expulsar del sistema a los transgresores
reiterados. El Estatuto de Roma, por su parte, que funda la Corte Penal
Internacional, establece que violaciones graves a los derechos humanos tales
como los crímenes de guerra, de genocidio y de lesa humanidad son
imprescriptibles y de jurisdicción universal.
De esta
manera, dichos acuerdos institucionalizan mecanismos de intervención. Siendo la
mayoría de los países de América parte de ambos sistemas, están obligados a
aceptar dichas normas y la intervención consiguiente en virtud de haber asumido
sus obligaciones de manera libre y voluntaria. Más aún, muchos de esos Estados
han incorporado esa normatividad internacional en sus propias arquitecturas
constitucionales.
De tal modo
que apelar a la neutralidad y la no intervención hace que la discusión actual
transcurra por una zona de eufemismos, arsenal retórico para justificar
crímenes. El sistema de partido único se juega todo en Venezuela con Maduro y
en Nicaragua con Ortega. El primero que caiga hará caer al otro. Ello bien
podría causar un efecto dominó: la perpetuación de Evo Morales sería entonces una
quimera, la Cuba de Castro quedaría sin amortiguación en su periferia. Aquí
también se trata de reciprocidad pero entre dictadores. En consecuencia, no
intervención es su concepto más preciado.
No son los
únicos. También es el caso de los gobiernos de Uruguay y México, a pesar de no
ser dictaduras. Al primero, su silencio frente a los crímenes de Maduro lo ha
llevado a distanciarse hasta de sus aliados más cercanos, ello en sentido
geográfico tanto como en interés estratégico. De hecho, los demás países del
Mercosur son críticos severos de la dictadura de Venezuela. La incoherencia es
más que obvia al advertirse que, en contraste, el gobierno de Tabaré Vázquez sí
condena los abusos de Ortega en Nicaragua.
En México,
cambió el gobierno en diciembre pasado y López Obrador llegó con la doctrina
Estrada y el principio de no intervención bajo el brazo; una distorsionada
versión del mismo, esto es. Pues dicha idea no puede verse sino en su
especificidad histórica, es decir, una noción vital en el siglo XIX y comienzos
del siglo XX para un país recién independizado, vulnerable y expuesto a la
fragmentación y la pérdida de territorio. Ese era el sentido de la no
intervención: mantener la integridad territorial del país.
La posterior
doctrina Estrada en los años treinta, sin embargo, no fue un impedimento para
denunciar a Mussolini, Franco, al Tercer Reich y al fascismo en general, ni
para llevar a cabo una noble política de asilo tanto en el país como en sus
embajadas en las capitales europeas. Luego en los setenta, México condenó a las
dictaduras del cono sur, recibiendo exiliados con generosidad y llegando a
interrumpir relaciones diplomáticas con Pinochet. Algo similar ocurrió cuando
López Portillo rompió relaciones con Somoza en los días previos a la revolución,
prestando apoyo estratégico al Frente Sandinista.
Nadie le pide
algo diferente a López Obrador. Intervenir quiere decir condenar, censurar
moralmente, ejercer presión diplomática y mostrar solidaridad con aquellos
cuyos derechos son vulnerados por una dictadura. Ocurre que el significado del
concepto cambia según quien lo usa. Tanto que México ahora se abstiene de
firmar declaraciones condenatorias de los crímenes de Maduro en el Grupo de
Lima y en la OEA, pues lo que ocurre en Venezuela es un “asunto interno” y el
presidente “no busca pleitos”.
Doble estándar
por decir lo menos, ello sugiere una selección arbitraria, sino una lectura
ideológica, de los derechos humanos. En cualquier caso, el gobierno mexicano
abandona así su tradición y elude sus obligaciones internacionales. México
también es Estado parte en todas las convenciones y tratados mencionados antes.
Los crímenes de lesa humanidad nunca son un asunto interno.
Es que los
derechos humanos no son de izquierda ni de derecha. Si no hay intervención, no
hay derechos humanos. En situaciones de abuso, el opresor siempre invoca la
soberanía y la no intervención. La razón es simple: mantener la opresión en
privado. La víctima no tiene dónde recurrir, pues la norma es injusta y no
existe una justicia independiente ni la voluntad política de enjuiciar.
A la víctima
solo le queda la intervención de la comunidad internacional para hacer esa
opresión pública y equiparar una relación de poder fundamentalmente asimétrica.
La no intervención, como la neutralidad que menciona Tutu, es tan solo la
herramienta retórica de la complicidad.
@hectorschamis
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